domingo, 7 de diciembre de 2008

Villa Jovis

Villa Jovis (antes). Punta Campanella, Capri. 



Hubo una época en los años sesenta en que hizo su aparición en Europa una singular serie de guías de ciudades italianas. Ideadas por el Profesor Alfonso de Franciscis, a la sazón Superintendente de Antigüedades de Italia, y editadas en Roma por Visione Edizione para "la divulgación y el exacto conocimiento de las zonas arqueológicas", estos pequeños álbumes de fantástica factura mostraban el verdadero aspecto que pudieron tener algunos mundos desaparecidos… De ese tiempo a esta parte, por suerte, cayeron en mis manos dos: la Guía de Pompeya, Herculano y la Villa Jovis de Capri, y Roma como fue y como es.1,2.

Ambos ejemplares presentan el mismo sistema de reconstrucciones por superposición. Dicho mecanismo permite ver cómo eran los monumentos entonces al mismo tiempo que como son, mediante la superposici
ón de una página de acetato transparente impresa con el dibujo de la reconstrucción fidedigna del lugar (reconstrucción dilucidada, claro está, por el profesor de Franciscis) a su fotografía contemporánea. Acompañadas de un plano general de la ciudad, las guías desencadenaban así un itinerario intermitente por las imágenes del “antes” y del “después” de los lugares urbanos claves, sorprendiendo a cada vuelta de página al turista o al aficionado, quien a cada paso sentía como casi no podía darle crédito a sus ojos...

En la explanada donde antes quedaban cuatro piedras en el suelo y tres en pie, aparece ahora el pavimento magnífico y las dos alas de una columnata de dos pisos que enmarcaban el Templo de Apolo de la Plaza del Foro de Pompeya; en la punta de la isla tiberina, creada de arrojar al río tantos fragmentos de edifivcios del Campo Marzio, en lugar de tres árboles sobre un césped inmaculado se materializaba la forma pétrea de un navío que blande las aguas y sobre el cual navega el Templo de Esculapio; en el solar desnudo donde campea solitaria la estatuilla del Fauno danzante al “Ave” sobre los mosaicos, se alzan, pasando la hoja, el atrio toscano, el impluvio, el triclinio y el peristilo de columnas dóricas de la Casa del Fauno, la casa más bella y espaciosa de Pompeya.

Ave. Cuarenta lugares, a lo sumo, para recorrer una ciudad. Y cuarenta reconstrucciones acuciosísimas con sus textos. El profesor de Franciscis tuvo cuidado en seleccionar lo más significativo de Roma, de Pompeya y de Herculano para dar una imagen precisa de sus más doradas épocas imperiales y perpetuarlas para siempre. Al verlas aparecer tan idóneamente, ya no hay quien no sueñe con la reconstrucción física, real, de aquellas casas, anfiteatros, palestras, teatros, villas, termas, foros y basílicas... De alguna manera, la ciudad gráficamente reconstruida empieza también a existir.

Es muy difícil decidir cu
ál es la época dorada de una ciudad. Pero alguna vez hay que hacerlo si es que queremos llegarla a idealizar. La Roma ideal puede que sea para muchos la Roma Imperial, pero también puede que sea la de sus muchos episodios brillantes, incluso contemporáneos, no todas las veces fundamentados en monumentos geniales sino también en situaciones urbanas geniales. Y lo mismo puede decirse de Caracas. 

La Caracas ideal puede ser la desaparecida Caracas colonial, pero también puede que sea la de sus muchos capítulos dorados desperdigados por su ecléctica fábrica urbana, lo mismo que en Roma. Aunque sea polémico idealizar la ciudad o sólo podamos calificar de ideal a unos pocos fragmentos de ella, ello se está haciendo cada vez más necesario. Es crucial sentir que la ciudad en alguna de sus partes ya ha llegado finalmente a puerto, que en algún rincón ya ha logrado lo que buscaba, que ya nos ha quedado bien al menos en algún sitio… Y no necesita Caracas para ello de una erupción del Vesubio que cristalice su forma urbana o de una época incontestable del pasado -como el Imperio romano- que recorte claramente su figura en el tiempo. Basta que nos maraville un  poco con sus cosas a quienes la habitamos.

Reconocer y empezar a idealizar las partes más logradas de esta ciudad debilitaría la debacle en que vivimos; calmaría la incertidumbre del perpetuo movimiento, del cambio perenne, la insatisfacción y el desarraigo que tánto nos abaten. Me pregunto qué pasaría si tomásemos, por ejemplo, las hermosas postales de antaño que publicó Guillermo José Schael en su libro Caracas, la ciudad que no vuelve y las usásemos como imágenes transparentes no del
“antes”, sino del “después”, como “reconstrucciones” en una guía como las del profesor de Franciscis… 3 Los puentes del centro histórico reconstruidos, los monumentos reedificados o restituidos, los espacios públicos replantados y reorganizados con el orden civil de épocas de mayor decoro y conciencia urbana… Poniendo debajo la foto actual, el efecto mágico de la guía caraqueña se lograría.

En la guía de Pompeya y Herculano, el profesor de Franciscis se salió a propósito del camino al final, yendo a parar a la isla de Capri, donde reconstruye magistralmente la imperial Villa Jovis. La reconstrucción de esta onírica villa (la mejor de las doce que en la isla tenía el emperador Tiberio), erigida mirando hacia Nápoles desde Punta Campanella, es la más espectacular de todas. 


Observando la foto de 1963, no es posible diferenciar Punta Campanella de Villa Jovis: ambas eran para la época una sola topografía, mezcla agreste de monte, peñascos y fragmentos. Mas nuestro tozudo profesor, con su exploración sistemática, rescata la perdida morada en su pose seductora sobre el promontorio en todos sus detalles, piscinas, atrios, vestíbulos, rampas, hemiciclos, torres y miradores.

Villa Jovis puede volver a existir. Basta que alguien fervientemente lo desee.



Villa Jovis (después). Punta Campanella, Capri. 





NOTAS
1. Alfonso De Franciscis. Guía de Pompeya, Herculano y la Villa Jovis de Capri, Visione Edizione, Roma, 1963.
2. A. De Franciscis. Roma como fue y como es, Visione Edizione, Roma, 1963.
3. Guillermo José Schael. Caracas, la ciudad que no vuelve, Gráficas Armitano, Caracas, 1974.


Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 17 de Diciembre de 2001.




Lecturas de verano

El Señor de los Anillos (Tomado de www.softpedia.com/). 





“¿Dónde, pues, está la ciudad maravillosa? 
 Pierre Loti.1 

Dos amigos hablaban acerca de la imposibilidad de llegar nunca a saber, a pesar de las claves que siembra J.R.R. Tolkien en la saga de El Señor de los Anillos, cómo era realmente el poderoso anillo protagonista de la historia. 

Decían, con la gran seguridad de los lectores reincidentes, que Tolkien lo habría dispuesto así para para concentrar su poder: el truco estaba en dar las suficientes pistas en la narración como para que uno se aproxime muchísimo a imaginárselo sin llegar nunca a saber realmente cómo era. Pero, - y se maravillaban por esto-, era justamente esa figuración a ciegas de su forma ideal, esa creación de una imagen personal e intransferible, lo más fantástico del asunto: lo importante era el deseo irrepresable de hacerlo. En ello radica su alucinante poder.

Poder que se puso de manifiesto en el acto: aquel nítido anillo mágico, no bien habían mis amigos terminado de decir estas cosas, ya había empezado a flotar por encima de sus espirituosas cabezas con las formas milenarias de la arquitectura malabar de la ciudad sepultada de Anuradhapura. Ciudad que no es, aunque lo parezca, un escenario tolkeniano, aunque pudiera perfectamente serlo. Provenía, a la sazón, de un personal night table reading, del libro de viajes La India (sin los ingleses) que Pierre Loti, (1850-1923) el dandy viajero de Rochefort, había escrito “à la Tolkien” en 1900.2

Huésped de un gentil Maharajah, Loti había atravesado lentamente una India inmensa e incógnita, sus desiertos, selvas y montañas, ciudades y templos, en una carreta tirada por cebúes. En la carreta de madera se viajaba acostado, mirando horizontalmente el paisaje a través de las ventanillas, de donde pudo venir en parte el tono de siesta veraniega de las historias. Saliendo desde la costa frente a Ceilán e internándose en la interminable selva, amanece un día “…en el sitio en que, desde dos mil años ha, la maravillosa ciudad de Anuradhapura yace bajo la noche de las hojas”.

Como todo turista que recién llega a una ciudad desconocida, Loti busca inmediatamente un mirador para entender su nueva geografía, y se trepa por el lomo de un altísimo templo (o dagabâ) que sobresale por encima de las copas de los árboles. Desde allí se pregunta, con cierto vértigo: “¿Dónde, pues, está la ciudad maravillosa? Paséanse por doquier las miradas, como desde la cofa de un navío se examinaría el círculo monótono del mar, y por parte alguna se divisa el menor rastro humano. Solamente árboles, árboles y más árboles, cuyas copas se suceden magníficas y semejantes; una marejada de árboles que va a perderse en las lejanías sin límites (…); mas la ciudad sagrada está ciertamente aquí, dormitando por doquier, a mis pies, oculta por la bóveda de ramajes”.

El ya sabe, por los picos de los templos que afloran del verde, que debajo yace Anuradhapura, pero (manipulando el mágico anillo) prefiere dejarnos largamente suspendidos contemplando “esta región de grandes ruinas, que van pulverizándose y aniquilándose entre el verdor soberano” durante el tiempo suficiente para que su visión se materialice por completo en el espacio… Esa ciudad sepultada que “no ha podido destruir la selva, que la ha envuelto en su verde mortaja, llevando poco a poco sobre ella su tierra, sus raíces, su maleza, sus lianas y sus monos”, esa ciudad hundida en el silencio de “la noche verde que se va cerrando, por delante, por todas partes, durante leguas y más leguas”, y donde “el impenetrable e inquietante follaje de las ramas extendía su opresión suprema”… poco a poco empezó a confundirse con otra ciudad vegetal: la Caracas verde que obsesionó una vez a otro viajero de las ciudades, el editor americano Richard Ingersoll.

Ingersoll hubiera bien podido servirse de la Anuradhapura de Loti para describir a la Caracas que lo acechó no bien hubo llegado aquí un día en los noventa, y de la que luego escribió en el número 185 dedicado a la ciudad de la Revista de Occidente ("Tres tesis sobre la ciudad").3 Una Caracas que, al correr de los tiempos, segun Ingersoll, se dejaría vencer finalmente por la opulencia de la naturaleza (a la que emula inconscientemente en su desorden orgánico y en su botánico caos arquitectónico de formas que crecen vegetalmente), se dejaría llevar por su más auténtico fuero interno, para ir a perderse entre sis propios bosques, en el fondo del valle.

La narración de Loti revestía ahora a Caracas de santas torres con escaleras de ramas, descolgando sus edificios de rama en rama y de balcón en balcón (como alucinara Ingersoll), confundiendo los suelos urbanos en un fondo de restos y de ruinas por entre cuyas “monstruosas raíces, que se retuercen como serpientes, yacen por centenares las rotas divinidades, los altares, las quimeras…”. Grandes santuarios eran acusados por sus mármoles, losas y columnatas que “parten de las torres para perderse en el bosque…” y centenares de templos derrumbados por doquier, parecían “vestigios de palacios sin cuento”. La selva mágicamente superpuesta de Ingersoll y de Loti, en la que se hunden las ruinas, encerraba ahora “tantos pilares de granito como troncos de árboles, donde todo se confunde bajo la cúpula de perennes verdores”.

La analogía vegetal de la ciudad en toda su egregia frondosidad de lianas y matorrales (“donde la vista se esparce por doquier, bajo los árboles, hasta las lejanías de este reino de las ruinas”), ahora era nítida. El anillo malabar refulgía con sus destellos gracias a mis lecturas del verano.

Anuradhapura, Sri Lanka (f. 2005, travelphoto.net/). 






NOTAS:
1. Pierre Loti. L´Inde (sans les anglaises), Phébus, 1903-2008.
2. Richard Ingersoll. "Tres tesis sobre la ciudad", Revista de Occidente, 185, 1996.
 



Publicado en: Arquitectura, EL NACIONAL, Caracas, lunes 14 de Agosto de 2001.




lunes, 1 de diciembre de 2008

Una década por la causa de la memoria urbana

La Tykhé de Caracas, diosa de la ciudad. Fachada de la antigua Academia de Bellas Artes. Alejandro Chataing, 1904, Avenida Urdaneta, Caracas.





1. Ciudad antigua, ciudad moderna
Hacia los años treinta del siglo pasado, las ciudades de Venezuela vivieron una revolución sin precedentes en su historia: crecieron de golpe, vertiginosamente, hasta hacerse otras, grandes y modernas. A partir de entonces, y durante el resto del siglo XX, se construyó todo un nuevo escenario para la vida urbana venezolana. Y el lenguaje escogido fue el de la modernidad. 
 
Ese escenario moderno consta de un emporio de edificios y lugares que es singular en Latinoamérica por la belleza de sus diseños. Son las flores de la nuestra riqueza y la expresión del primer avance económico del país, pero también son las flores del ingenio local. La arquitectura moderna se convirtió así en una tradición viva dentro de la cual aprendieron a vivir los ciudadanos venezolanos. Nuestro escenario principal es la modernidad: nosotros somos modernos. 

Setenta años más tarde, en 2002, a partir de la declaratoria por la UNESCO de la Universidad Central de Venezuela como Patrimonio Cultural de la Humanidad, tuvo lugar un primer reconocimiento internacional del valor y la singularidad de esta modernidad. El mundo entero la reconoció y nosotros entendimos que las fronteras del patrimonio venezolano se habían ampliado para incluir a la ciudad moderna. 


Al volver los ojos sobre la ciudad, sobre esa ciudad que había hecho nacer un patrimonio mundial, los venezolanos comprendieron también que la Ciudad Universitaria no estaba sola. Nada sola. La epopeya de nuestra modernidad es muy amplia y compleja, aún grandiosa: casas inolvidables, enormes y ejemplares urbanizaciones obreras, arquitectura urbana, torres de oficinas, edificios, parques, plazas, paseos y avenidas, además de notables arquitectos y refinados urbanistas, geniales ingenieros, hábiles constructores y sabios maestros de obra, así como obreros que, como artesanos refinados, hacen la mejor mano obra de concreto armado del mundo. 


Pero así como era vasta esta epopeya moderna, aún mayor era el desconocimiento que entonces teníamos de ella. Casi todo su patrimonio permanecía para el año 1998 aún sin registrar y sin valorizarse, descuido que ha facilitado su destrucción e irrespeto galopante, un fenómeno que todavía vemos ocurrir impotentes delante de nuestros ojos todos los días. Tomemos el caso emblemático de Caracas. Con la destrucción prácticamente total de la urbanización Campo Alegre (1932) desde 1992 y la demolición del edificio Galipán (1952) en diciembre del 2000, surgió en la colectividad una toma de conciencia inédita frente a las herencias del siglo XX y, en consecuencia, de todos los períodos anteriores. 


La gente empezó a darse cuenta de que las demoliciones estaban a la orden del día y de que lo que más abundaban en sus vecindarios eran las intempestivas órdenes de demolición criminales y las remodelaciones desfigurantes (que han ido aumentando exponencialmente a medida que la subida del precio del petróleo incide en la economía). Todo el mundo empezó entonces a entender que el conjunto de El Silencio (1942) ya no se arregla más con otra mano de pintura; que se habían convertido en un clásico los accidentes de los peatones que pasan bajo las cercanías de las arruinadas Torres del Centro Simón Bolívar (1950), el cual se está cayendo a pedazos; y que también era de Villanueva, el más importante maestro moderno del país, esa pequeña Escuela Gran Colombia (1939), tan desbaratada y abandonada. Y la gente empezó a resentir la desaparición progresiva y aparentemente indetenible de los queridos escenarios urbanos donde habían transcurrido todas sus vidas. 

2. La década pugnaz
Esta percepción pasó de desasosiego colectivo a clamor colectivo en los últimos diez años. La exigencia apuntaba a que se ampliara e intensificara la protección sobre el patrimonio, especialmente en Caracas. Pero para eso, primero se debían extender las fronteras mismas del patrimonio. Algo que no estaba ocurriendo nada más en Venezuela. A fines del siglo XX en todo el mundo el patrimonio arquitectónico moderno estaba recibiendo un reconocimiento creciente. Muchos edificios modernos se habían vuelto elegibles para estatus de monumento. En todas partes, las arquitecturas de hasta de fines de los años 1970s comenzaban a recibir la "etiqueta" prestigiosa de monumento histórico… y allí entraban también la mayoría de las más importantes obras de la capital, como el Hotel Humbolt o el Hotel Avila, el edificio Altamira o la Villa Planchart, el Hotel Tamanaco o el Mirador de Los Caracas, entre tantísimos otros, todos ya con más de medio siglo de antigüedad. 

En enero del año 2000, luego de la afrenta que significó para la comunidad caraqueña la demolición –tras larga e infructuosa campaña en los medios académicos y de comunicación- del edificio Galipán, se entendió finalmente la importancia de catalogar e inventariar el patrimonio arquitectónico, urbano y ambiental moderno de la ciudad, paso previo para poder enseñarle a la población a conservar y a preservar la fábrica urbana, tanto antigua como moderna. Una de las respuestas a este cambio en el estado de las cosas fue la creación en Julio de 2000 de una ONG de carácter privado, la Fundación de la Memoria Urbana (FUNDAMEMORIA), nacida tras la caída del Galipán. 


Esta organización tuvo entre sus fundadores a Graziano Gasparini y al entonces Decano de Arquitectura de la UCV, Abner J. Colmenares, pero también a varias notables personalidades ligadas al arte, al derecho urbano y a la historia, como Allan R .Brewer Carías, Carlos F. Duarte, Luis Alberto Crespo, Martín Vegas Pacheco, Lorenzo Gonzalez-Casas, Italo Pizzolante y Elías Pino Iturrieta. Sin embargo, fue justamente Gasparini, el creador de la Junta Nacional de Patrimonio, antecedente inmediato al actual Instituto del Patrimonio Cultural (IPC), quien le daría el nombre y el carácter a la recién nacida fundación, agregándole la palabra “urbana” a la palabra “memoria”, y así comunicar a la colectividad que el nuevo objetivo de la lucha en el área patrimonial se extendía ahora desde los objetos arquitectónicos -lo protegido hasta entonces- hasta el ámbito mayor de la ciudad. 

Esta idea suya fue genial, y significó un avance monumental en el pensamiento urbano y en el área de la preservación en el país. El termino recién acuñado por Gasparini no pudo tener mejor éxito. Los ciudadanos lo adoptaron con entusiasmo, y lo hicieron suyo. La frase "memoria urbana" es ahora usada comúnmente en todos los medios, y la vemos brotar naturalmente del discurso espontáneo de los ciudadanos en todas partes. El concepto echó firmes raíces en el inconsciente colectivo nacional. Muestras de ello son el influyente grupo de Internet viejasfotosactuales del pintor Ernesto León, y, más recientemente, las páginas que buscan el rescate de la memoria urbana de decenas de lugares en el país creados en la red social Facebook. 


El primer objetivo de FUNDAMEMORIA fue hacer la Lista de Caracas, que incluyera, -buscando salvarla-, justamente, a la Caracas Moderna. Tomó tres años -el 2003- que el Concejo Nacional de la Cultura (CONAC) ordenara a FUNDAMEMORIA emprenderla, trabajo que le llevaría casi cuatro años, y que dio como resultado que en el área metropolitana se pasara de 82 bienes inmuebles declarados en 2003 a 1700 nuevos registros de preinventario entre edificios, sitios urbanos y lugares ambientales. FUNDAMEMORIA también contribuyó a que se iniciase en el seno del IPC la apreciación como patrimonio de nuevas categorías ambientales y urbanas ligadas a la memoria urbana, como "Arbol centenario", "Lugar de la Memoria", "Arte Urbano" o "Escenas Urbanas", entre otras. 

Respondiendo al espíritu de los tiempos, en el área gubernamental también se dieron cambios importantes. Las dos oficinas del Estado que tienen como responsabilidad la protección del patrimonio, el mencionado Instituto del Patrimonio Cultural y Fundapatrimonio, decidieron con políticas distintas tomar cartas en el asunto. Fundapatrimonio, de la mano de su antiguo presidente Gustavo Merino Fombona, un gerente cultural prestado al área patrimonial, dio un vuelco a la institución, haciendo una gestión muy agresiva de transformación del Municipio Libertador a través de la recuperación de su abandonado patrimonio, que no pasó desapercibida. El tema patrimonial, de ser casi desconocido para el gran público, se volvió en la gran polémica del día y en el tema de moda (recordemos los casos del Monumento a Maria Lionza y del conjunto El Silencio), la mayoría de las veces por lo lo polémico de las propuestas o de las decisiones de restauración. En todo caso, este revuelo redundó en beneficio para la ciudad, por la toma de conciencia colectiva que implicó, a favor o en contra de los proyectos de ese organismo. 


Por otra parte, el Instituto del Patrimonio Cultural, de la mano de su actual presidente (2008), José Manuel Rodríguez, adoptó una nueva política: emprender su propia tarea de inventario, pero colosalmente, a nivel nacional. En un monumental proyecto llamado “I Censo Nacional del Patrimonio Cultural”, el IPC encaró ese importante reto (el cual no ha concluido aún), saldando una vieja cuenta pendiente con el patrimonio nacional. El censo, altamente significativo en sus resultados, puso en letras de imprenta al patrimonio tangible e intangible de todos los municipios del país. Se dice rápido. Pero no solo eso: mediante una especial Providencia Administrativa, hizo que todos los bienes en él incluidos alcanzasen legalmente el rango de Bien de Interés Cultural de la Nación. Con ello Venezuela pasó de golpe a centuplicar su patrimonio. 

Lamentablemente, este censo no pudo ser exhaustivo y, para hablar nada más de Caracas, dejó fuera de protección muchos importantes edificios, espacios urbanos y obras de arte. Por otra parte, su impacto de control sobre la dinámica urbana de los municipios fue muy fuerte, dejando honda huella. Consecuentemente, las presiones económicas se han incrementado. Hoy, (2008) tristemente, ni el gobierno ni los municipios desean continuar con las declaratorias… una labor que debería constituir una tarea permanente.


3. La arquitectura, la ciudad y el ambiente modernos son la memoria del futuro
Así, continúa la emergencia. El Instituo del Patrimonio Cultural es aún la institución a nivel nacional que sigue teniendo que ocuparse de la totalidad de la herencia patrimonial de toda la nación, desde el patrimonio intangible hasta los templos coloniales, pasando por los sitios arqueológicos, y al mismo tiempo actuar como el supervisor central de todos los Monumentos Históricos Nacionales y de todos los Bienes Culturales recientemente declarados en el I Censo Nacional del Patrimonio Cultural en todo el país. Es fácil darse cuenta de que con el aumento del número de protecciones en el territorio nacional su capacidad de respuesta forzosamente ha disminuido, con lo que las demoliciones continúan, los cambios son vistos más ligeramente, y lo que es peor, los promotores urbanísticos e inmobiliarios ya entienden las consecuencias económicas de una declaratoria de patrimonio, por lo que ahora son más rápidos y más oscuros para efectuarlas –ahora usualmente hechas los domingos, cuando el IPC o las alcaldías están cerrados-. 

El panorama patrimonial venezolano muestra un país donde la protección se detiene cuando apenas comienza, donde la población, a pesar de los avances, maneja poco los términos “monumento”, “patrimonio” o “Ley de Patrimonio”; donde la fábrica urbana tradicional y moderna está desapareciendo muy rápidamente –sin libros ni revistas que registren para la posteridad los logros culturales de las ciudades-, donde los arquitectos han sido entrenados mucho más en el amor de lo nuevo que en el arte de la memoria, y están más dispuestos a desarrollar sus nuevos proyectos con total libertad y sin restricciones que a respetar viejos edificios u obras hechos por artistas desaparecidos de una -para ellos- era olvidada. 


Adicionalmente, cada intervención nueva que es permisada en las pocas obras declaradas patrimonio, corre más la raya de la permisividad y del irrespeto, y abre la puerta para futuras acciones irresponsables contra el patrimonio en las ciudades. Como en el escandaloso caso del Proyecto Leander en el Parque del Este, la obra más importante de Roberto Burle Marx. Por lo tanto, la preservación del patrimonio en Venezuela hoy en día es más complicada que en otras ciudades o países donde los caminos de la conservación y la preservación han sido más transitados, y por un tiempo más largo... Sin descontar que aquí también el diálogo entre lo viejo y lo nuevo alberga las mismas polémicas que en todas las naciones del mundo. Pero debemos tener fe: muchas ONGs y movimientos vecinales han surgido para hacer presión en defensa de la memoria urbana en las ciudades, convirtiéndose en entes paralelos al gobierno. En sus alegatos, acciones legales y presencia mediática, es posible apreciar la buena nueva de la toma de conciencia.
 
La arquitectura, la ciudad y el ambiente modernos son nuestra memoria del futuro: la modernidad es un nuevo patrimonio que debe ser protegido.



(f. "Ventanas de Caracas", Nelson José Castro, s/f. Facebook "Fotógrafos de Venezuela").





Publicado en: Venezuela Analitica Premium, Edición Noviembre, Caracas, 2008.



domingo, 5 de octubre de 2008

Juegos florales

La Flor natural: Aquilegia vulgaris englantina.





Cuando en los años 1910s arquitectos como Gabriel Gevrekian y André Lurçat tallaban abetos y masas de boj como esferas o pirámides y confeccionaban parterres como cuadros de Sonia Delaunay, lo que en realidad hacían era repetir de manera diferente la tradición del jardín latino, tradición que se había mantenido invariable desde el renacimiento. Al proponer a sus clientes jardines geométricos a la manera de pinturas abstractas para acompañar sus edificios, sentaron las bases para que años más tarde el pintor Roberto Burle Marx hiciera sus jardines/lienzos. La línea fue de las broderies barrocas a los tableaux cubistas y de allí a las ondulantes composiciones pernambucanas. Esta creciente puesta en valor del jardín de autor impulsaría el avance del paisajismo moderno hasta la fantástica situación contemporánea, donde finalmente se han borrado las fronteras entre arquitectura, arte y paisaje.

En 1958, año en que se comenzó el Parque del Este, se dio inicio también en Venezuela a la silenciosa transformación del arte del paisaje. Transformación que luego por su inmensa difusión, por su continuidad en el tiempo y por su cotidianidad, parece algo de lo más usual, y nadie se detiene demasiado a pensar en ella. No obstante, cada vez que volvemos sobre los textos que relatan la historia de este parque, nos encontramos con los hechos fundacionales del paisajismo nacional. Una era nueva radicalmente distinta se iniciaba -como también lo estaba haciendo en el resto del mundo-, gracias a la obra innovadora del maestro Burle Marx. 

Las figuras de Fernando Tábora y de John Geoffrey Stoddart aparecen en escena al momento de esta epopeya del Parque del Este. En los nuevos viveros construidos en el territorio de la antigua Hacienda San José, además de las especies autóctonas de la flora nacional, las palmeras, las orquídeas, las aráceas, los Philondendron, los Anthurium (recogidas a mano por insignes botánicos como Leandro Aristeguieta en los más recónditos rincones de la geografía nacional), se incubarían los artistas futuros del nuevo paisaje local y de la nueva jardinería tropical. Solo faltaba entonces que una práctica profesional se estableciera seriamente.

Luego que Burle Marx partió, los jardines de Stoddart y Tábora, así como los de Eduardo Robles Piquer, tuvieron la gran virtud de haber seguido sembrando el paisaje con nuestra flora local -continuando la saga inaugural del Parque del Este- y plantándolo con formas nuevas. Pero sobre todo, tuvieron la virtud de habernos acostumbrado a ello. Hoy es cotidiano en todo el país que nos manejemos entre las Monstera como entre los rosales, y que plantemos almácigos de montañosos Yagrumos con el mismo talante con el que cultivamos delicados jazmines. Todo el país reproduce como lo más natural los estanques geométricos reflectantes, las caminerías cimbreantes, los muros como planos abstractos, los macizos de heliconias, los árboles monumentales de raíces heroicas y las sensuales curvas emanadas de la geografía, de este lujuriante y moderno nuevo lenguaje.

La pionera labor de cotidianizar el paisaje moderno tropical sería llevada aún más allá por Fernando Tábora en particular, con la creación en la Maestría en Arquitectura Paisajista de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. La modernidad tropical empezó a hacer escuela, y a sentar las bases para multiplicarse en la obra de arquitectos paisajistas entrenados académicamente.

Ellos tienen ahora la responsabilidad de hacer las nuevas combinaciones creadoras con los conceptos del repertorio que han heredado: de los patios coloniales con sus íntimas leyes y sus gustos; de los sombríos parques decimonónicos poblados de estatuas; de la huella bucólica de Frederick Law Olmsted en el Caracas Country Club; de las plantaciones caraqueñas de árboles florales de los urbanistas de los años cuarenta; de los incógnitos jardines personales tras los muros de las mejores casas; de las tropicalias burlemarxianas, de la herencia de obras como la de Tábora, y sobre todo, de las calidades aún no explotadas de un paisaje natural vasto, variado y pletórico de especies, todo ello ahora académicamente instrumentado. Más aún: ellos tienen el reto de aplicar el arte del paisaje al urbanismo, y hacer que la ciudad y el territorio puedan ser planificados a partir de sí mismos y de sus poéticas propias, salvándonos a todos de tánto plan contemporáneo de reordenamiento urbanístico paisajística y ambientalmente desarraigado. 

Solo aquel poeta del paisaje que descolle en ingenio y en arte por encima de sus contendores deslumbrando al público, podrá optar, ejemplarmente, a la simbólica Flor natural que se otorga cada nueva primavera como premio a los trovadores verdaderos de juegos florales.1 


Eglantina, o Rosa de bosque.





NOTAS
1. Los Juegos florales, juegos de la gaya ciencia, Floralia o Ludi florensei, se iniciaron como un homenaje a la diosa Flora, quien tenía el poder de hacer florecer los árboles, un prerrequisito para todos los frutos, pero luego se convirtió en la protectora de la primavera y de todo lo que florece. Su festividad, la Floralia, se celebraba en abril o a principios de mayo y simbolizaba la renovación del ciclo de la vida, marcada con bailes, bebidas y flores. Durante la restauración de los Juegos florales de Barcelona en 1859, gracias a las iniciativas de Antoni de Bofarull y de Víctor Balaguer, el lema Patria, Fides, Amor hacía alusión a los tres premios ordinarios: la Flor natural o premio de honor, que consistía en una Englantina (Rosa de bosque) de oro, y la Viola de oro o de plata. El ganador de tres premios ordinarios era investido con el título de Maestro en Gayo Saber.




Publicado en: Papel literario, EL NACIONAL, Caracas, sábado 4 de Octubre de 2008.



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